HERIDA
Fue una tarde, después de la lluvia. Cuando comenzó a sentir un olor extraño. Ese que emana de la madera cuando la humedad sobrepasa el tiempo y se empieza a podrir.
Es la humedad, se apuntó y siguió lavando los platos que quedaron del mediodía. Abrió las ventanas y prendió un sahumerio.
A la mañana siguiente, con dificultad se levantó de la cama. Tenía pocas ganas pero venían los niños. Se encogió de hombros y puso agua para el mate.
-¿Qué es ese olor?- dijo el más pequeño.
-Es la humedad, por la lluvia- respondió con frialdad e indiferencia.
Las horas se hacían interminables con tanto bullicio y gente en la casa. Llegó a agradecer al olor nauseabundo que alejara las molestias de su entorno.
Al otro día, con la salida del sol, el espantoso hedor se hizo cada vez más fuerte y desagradable. La respiración era dificultosa en esa atmósfera. Empezó a preocuparse. Compró aerosoles, de esos que perfuman. Pero fue peor. Al mezclarse con la pestilencia el efecto fue contrario. Tuvo que salir.
Pensó en animales muertos. Y en su mente los comenzó a ver: un cuerpo en descomposición, gusanos, carne podrida, insectos revoloteando. No soportó la imagen y se acostó. No había nada que hacer.
Aparecieron los recuerdos y con ellos el dolor. Alberto y los gritos, el engaño, el olvido. Aydé y la traición. Los hijos y la soledad… siempre la soledad. La pena como compañera de viaje. Respiró hondo y vomitó. El dolor era espantoso.
¡Cuánto se parecen este olor y la soledad!, pensó y se tomó las pastillas para dormir. Confiaba que mañana todo desaparecería.
Con pesar se lavó los dientes y se miró al espejo. ¡Cuánto había envejecido! Ya no encontraba quien fuera en otros tiempos. Eran muchos los años pasados, e inmensa la carga de hastío que llevaba sobre sus hombros. El olor pestilente aún se hacía sentir.
De a poco se resignó a convivir con aquello que asco le producía.
Qué feas están las paredes, tendría que pintar, se dijo y se dispuso a otro día igual al anterior. Prendió el televisor y nada vio.
Mientras cortaba las verduras las evocaciones de su vida desfilaron por su mente y no encontró ninguna luz que la aliviara.
Tan profundas son las heridas, caviló. Se distrajo y se cortó con el cuchillo. La sangre empezó a correr y no pudo detenerla, se asustó y se desmayó.
Nadie vino a su auxilio, los días pasaron y ahí se quedó. La contusión comenzó a infectarse y ahora la carne podrida se mezclaba con pestífero aroma de la casa. Ahora sí, casa y su dueña sangraban por las heridas del tiempo. Comprendió los juegos del azar y de eso desconocido de lo que tantas veces discurseó. Cuerpo y alma. Materia y energía. Las cosas sufren y el alma también.
Respiró y se hundió en la podredumbre. No pudo escapar. No encontró en nada, ni en nadie, la cura para llagas tan profundas. Miró por última vez alrededor, su mano enrojecida y murió.
Dicen los doctores que la causa de la muerte fue infección aguda. Otros piensan que la mataron la soledad y el dolor.
A la casa la vendieron, arreglaron el techo y el olor no volvió a aparecer.
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